El hombre posee en su vida, una dimensión trascendente, eterna y posee también otra temporal. En apariencia ambas parecen inconexas pero están fundamentalmente unidas de tal forma que la trascendencia redimensiona al hombre de continuo a un destino eterno y definitivo de su temporalidad. El hombre al redimensionar su vida temporal con el sello de la trascendencia va encontrando sentido a su vida, consumándose entonces su verdadera vocación que Dios quiere se realice en nosotros.
En ocasiones esa redimensión trascendente en nuestras vidas se hace muy patente y adquiere una gran intensidad creando en nosotros una percepción fugaz de la vida, de tal forma que nos vemos pequeños, impotentes y limitados. Por ello buscamos en ocasiones, incluso desesperadamente un sentido a nuestras vidas; una búsqueda del origen de ésta. Esta situación se origina en ocasiones coincidiendo con crisis de la persona como en desgracias familiares, fracasos profesionales, menopausia, vejez; pero en otras sin causa definida, lo que describe Frankl como neurosis nooogénicas o falta de sentido de la vida.
El hombre a través de su propia impotencia y limitación al confrontarse con su Creador puede adoptar una actitud de humildad que le haga suplicar misericordia viendo su pequeñez. Al humillarse Dios lo enaltece y es cuando se redimensiona adquiriendo entonces su verdadera personalidad, su vocación que es la de sentirse plenamente hijo de Dios, vocación que se perfilará entonces en actitudes de servicio a sus semejantes. Si deja de ofrecer resistencias a la acción del Creador en él, seguirá realizándose sin reservas y alcanzará su auténtica dimensión trascendente.
El cristiano puede transmitir a sus obras este sello trascendente, dedicar a hacer realidad el Reino de Dios, presente ya aunque veladamente en las realidades temporales de este mundo. Su personalidad se va aquilatando entonces y adquiriendo su sello más auténtico, reflejo de la luz de Cristo.
Viviendo y transmitiendo el mensaje de Jesús a los hombres en las realidades temporales va cooperando en la construcción del Reino, cumpliendo la voluntad del Padre. Al buscar el reino ya en este mundo su existencia va redimensionándose progresivamente a la realidad viva y palpitante del Creador, lo demás se le va dando por añadidura. Alcanza por ello su verdadera vocación la de hijo de Dios. “Solo Dios basta” decía santa Teresa, todo lo demás converge en El, puesto que es Alfa y Omega, principio y fin de todas las cosas (Ap1, 8)
Esta vivencia íntima y profunda de Dios no despersonaliza al hombre ni lo deshumaniza, al contrario le aporta una humanidad cristificada, salvadora que le deifica y le hace apto para que Cristo viva en él y así pueda transmitirlo a sus hermanos. En ello reside Vida Eterna, dice Jesús: “En que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, enviado tuyo (Jn17, 3); Yo y el Padre somos uno (Jn10, 30)
Ser uno con el Padre y el Hijo en el Espíritu llega a ser el destino divino del hombre, participar de la misma Trinidad. Así las realidades temporales alcanzan su verdadero valor en Cristo. Cualquier actividad temporal realizada en Jesús adquiere un poder cristiano para el hombre, un poder que nace del poder de la debilidad de Dios (Bonhoeffer); poder amoroso y creador que hace al hombre autónomo para poder creer o no. Este poder hace al hombre sentirse vivo entre los hombres, alcanzar su secularidad dentro de la unidad querida por Dios, puesta en la evangelización al servicio de los hombres. Le hace también desarrollar un sentido ecológico auténtico respetuoso con toda la Creación: “Qué sean uno Padre como Tu y Yo lo somos” (Jn17, 22)
La persona se constituye como un equilibrio dinámico en tensión desde una vocación a lo universal trascendente y una encarnación con presencia plena en la condición temporal. En ambas el hombre debe de realizar una comunión de apertura a los demás. El amor es una presencia invisible que unifica a las personas.
No existen una auténtica vocación terrena y otras divinas separadas en el hombre, sino que ambas son la misma en distinto plano dimensional; la divina anima a la terrena y la otorga y vivifica dándole sentido en Cristo. Así sin dejar de actuar de forma ordinaria y respetando la justa autonomía de lo temporal, el cristiano va dignificando y trascendiendo los aspectos cotidianos temporales, dándoles su sentido vocacional cristiano. Al utilizarlas para un servicio al hombre en Cristo se va desarrollando un verdadero sentido de libertad y enriquecimiento interior, así como de servicio a los hermanos.
La totalidad del hombre no puede ser tratada como mero objetivo, subsiste en sí de forma completa y suficiente, se nutre de unos valores libremente aceptados, asimilados y vividos en un compromiso responsable y en una constante conversión que unifica así toda su actividad en libertad y desarrollo.
La vida del hombre es como un camino abierto donde el aspecto temporal y trascendente convergen en una misma dirección, la de Cristo Jesús, Alfa y Omega que recapitula todos los seres y las cosas, las de los cielos y las de la tierra (Ef1, 10)
Thursday, March 19, 2009
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