Hacia una laicidad positiva
Por
Santiago Cañamares Arribas
MADRID, 24 de febrero de 2013 (Zenit.org) - Ofrecemos en el espacio Observatorio
Jurídico de nuestro colaborador Rafael Navarro-Valls un artículo del profesor
titular de Derecho Eclesiástico del Estado, de la Universidad Complutense de
Madrid, España, Santiago Cañamares Arribas. En el se trata de un argumento de
máxima actualidad, la libertad religiosa y la laicidad positiva.
*****
Hace pocos días L´Osservatore
Romano se hacía eco de la presentación en la Biblioteca del Senado, en
Roma, de un volumen colectivo en el que participaron veintitrés autores que
lleva por título “Credere é reato?
Libertà religiosa nello Stato laico e nella società aperta”. Es un libro
con múltiples enfoques sobre las creencias religiosas, aunque predomina el
jurídico y el sociológico.
Desde mi punto de vista el título resulta
enormemente sugerente y se presta a poner en relación --sobre todo a la luz del
subtítulo del trabajo- la “libertad de religión” y la “libertad frente a la
religión”. La libertad religiosa es, desde un punto de vista jurídico, un
derecho fundamental que hunde sus raíces en la dignidad de la persona, que le
faculta para decidir autónomamente su relación con Dios. Al igual que ocurre con
otros derechos fundamentales no tiene un carácter absoluto, esto es, puede ser
restringido en sus manifestaciones exteriores cuando así lo aconseje la tutela
de otros bienes jurídicos.
“Libertad frente a la religión” y “libertad de
religión”
Siendo esto cierto, llama la atención una
decidida tendencia en el mundo occidental a afirmar la “libertad frente a la
religión” por encima de la “libertad de religión” propiamente dicha. Esto es, a
poner el acento en la dimensión negativa de la libertad religiosa, o, si se
quiere, a concebirlo como un derecho a resistir cualquier presión de terceros
paraadherirse a una determinada creencia o para practicar determinados ritos. En
todo caso, no hay duda de que esta dimensión negativa –no creer, no practicar,
etc.- constituye también una parte esencial de la libertad religiosa
internacionalmente garantizada. Ahora bien, lo llamativo está en que los
derechos fundamentales suelen reconocerse y afirmarse en su dimensión positiva y
no en la negativa, como de hecho ocurre, con cierta frecuencia, en el caso de la
libertad religiosa. Dicho de una manera más gráfica, no suele ponerse el acento
en la libertad a no expresarse, sino en la libertad de expresión.
Una muestra de esta tendencia se encuentra
en la sentencia Lautsi v. Italia, (2009) de la Sala del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, donde se acogieron los planteamientos de la parte demandante
en relación con la protección de su libertad religiosa negativa frente a la
presencia del crucifijo en las aulas de los colegios públicos italianos. El
Tribunal sostuvo –en un planteamiento que finalmente fue revisado por la Gran
Sala en 2011- que, cuando entra en juego la libertad religiosa negativa, la
protección del individuo debe proporcionarse de un modo prácticamente automático
sin entrar en mayores disquisiciones. Así al menos parece deducirse de la
fundamentación jurídica de dicha decisión.
Hacia la laicidad positiva
Joseph Weiler, profesor de Derecho
Constitucional en la Universidad de Nueva York, ha tratado de encontrar una
respuesta a este fenómeno. Por una parte, lo vincula con un prejuicio social
hacia la religión, conectado de alguna manera con los planteamientos de John
Rawls (Liberalismo político, 1993) para quien el argumento religioso debe quedar
al margen del debate público en tanto que no es estrictamente racional y, por
tanto, no puede ser compartido y consensuado por quienes no comparten
determinadas creencias religiosas. De otra, lo conecta con las tensiones
históricas entre poder político y religión vividas en el viejo continente hasta
el final del Antiguo Régimen y que trataron de ser conjuradas con los principios
en que cristalizó la Revolución francesa que, en materia religiosa, impusieron
una separación estricta entre estado y religión.
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que
en la actualidad parece que el ejercicio de la libertad religiosa se hace
depender, en un significativo número de casos, de su compatibilidad con una
visión muy estricta de la separación entre religión y estado que demanda el
confinamiento de las creencias al ámbito privado. Cabe citar al respecto algunos
casos de la Corte de Estrasburgo (Dec. Ad. Karaduman, 1993 y Sentencia Leyla
Shaín, 2005) que prohibieron la utilización del velo islámico a alumnas
universitarias por el temor a que corrientes fundamentalistas perturbaran el
orden público en la enseñanza superior y afectaran a las creencias de los demás.
Lo paradójico es que en estos casos nada indicaba que las estudiantes formaran
parte de grupos fundamentalistas, o que hubieran actuado de forma intolerante
frente a quienes no compartían su misma visión o que pretendieran imponerles sus
creencias religiosas. En otros, más directamente (Kervanci, 2008) se afirmó que
la prohibición del velo islámico en el colegio resultaba justificada por la
protección de la laicidad francesa, que había sido elevada, en la Constitución
de 1958, a principio fundador de la República, de modo que una actitud personal
que no respetara este principio no podía quedar amparada por la libertad
religiosa.
Por ello no es arriesgado afirmar que a
día de hoy la llamada “laicidad positiva” se encuentra, todavía, en trance de
consolidación, y así se mantendrá hasta que se asimile que su verdadero papel no
es el de actuar como límite al ejercicio de la religión sino todo lo contrario,
esto es, garantizar que los individuos y las iglesias puedan ejercer su libertad
religiosa en las mismas condiciones, sin interferencias por parte de los poderes
públicos. La citada neutralidad –conviene matizarlo- no responde a una actitud
de indiferencia o abstencionista del Estado frente a la religión, sino que
demanda un comportamiento activo de los poderes públicos, que deben remover
todos aquellos obstáculos que impidan el ejercicio en plenitud de esta
libertad.
Un nuevo fundamentalismo
Esas obligaciones positivas de los estados
frente a la religión se proyectan también en la resolución de conflictos entre
la libertad religiosa positiva de unos individuos y la libertad religiosa
negativa de otros. Weiler apostaba en su intervención ante la House of
Commons británica por aplicar, en estos casos, un criterio de tolerancia
que acomode la libertad religiosa positiva y negativa de unos y otros. A efectos
ilustrativos ponía el ejemplo de Mary, una alumna atea en un colegio británico
contraria a que al inicio de las clases se entonara el “God save the
Queen”. En estos casos –sostiene Weiler- el criterio de tolerancia exige
acomodar recíprocamente las demandas religiosas de unos y otros de modo que la
comunidad escolar permita a la alumna no participar –total o parcialmente- en la
citada práctica, al mismo tiempo que ésta debe respetar las tradiciones
escolares renunciando a imponer su propia cosmovisión sobre el conjunto del
colegio.
La aplicación de este criterio exige, a mi
juicio, vencer la inercia actual, detectable en algunos casos, de que la
libertad religiosa negativa debe tener prevalencia frente a quienes hacen un
ejercicio positivo de la religión, ya que ambas dimensiones son dos caras de la
misma libertad y, por tanto, deben aplicarse los mismos criterios para su
protección. Para ello se debe reconocer que ni una ni otra dimensión protegen al
individuo frente a aquellas manifestaciones que considera incómodas, inadecuadas
o cuya doctrina no comparte, sino sólo frente a aquellas situaciones que le
fuerzan a abjurar de su religión o tomar parte en ritos que no comparte.
Para que esta equivalencia de tratamiento
sea posible, se debe tener claro que el verdadero enemigo de la sociedad no lo
constituye la religión sino el fundamentalismo tanto de tipo religioso como
irreligioso, que pretende imponer sobre el individuo –y a la postre sobre el
conjunto de la sociedad- una particular visión de la realidad mancillando la
dignidad de los demás. Es este fenómeno el que debe ser combatido por los
Estados, distinguiéndolo perfectamente de un ejercicio legítimo de la religión,
esto es, aquel que se ajusta al contenido y límites jurídicamente prefijados.
Como ocurre con cualquier otro derecho fundamental, su ejercicio también puede
generar tensiones en determinados contextos que, como se ha observado, no son
necesariamente nocivas pues no es infrecuente que a través de su resolución
ajustada a Derecho se abran nuevos espacios de libertad para los
individuos.
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