El 26 de enero de 1987, hace veintidós años, Ramón Pi publicó en el diario Ya el artículo que reproducimos, que resulta ahora de sorprendente y dramática actualidad, cuando el Gobierno no vacila en recurrir al esperpento de negar la naturaleza humana de la víctima con tal de defender su proyecto genocida.Lo confieso. Me gustaría ser abortista.
Pocas actitudes como la abortista tranquilizarían mejor mi sensibilidad de hombre solidario con mis congéneres, y más con las del sexo femenino, víctimas históricas de una cultura que hizo de la fuerza física el fundamento principal y último de la dominación intelectual, profesional y social, con las secuelas económicas y personales que todo eso lleva consigo. Pocas actitudes como la abortista reflejarían con más nitidez mi propensión a alinearme con el débil, bien entendido que la actitud abortista no significa entusiasmo por el número de abortos mayor posible, sino la defensa de la mujer que, por las razones que fueren, considera que su embarazo es una agresión al diseño de su propia vida. Sí. Me gustaría ser abortista.
Me gustaría, porque la visión de una madre de cuatro, cinco o seis hijos, o más -que también las hay con más-, con las piernas atormentadas por las varices, con problemas circulatorios que le impiden la ingestión de anticonceptivos; o con un marido ‘sarraceno’ que la utiliza como reposo del guerrero sin el menor miramiento, aquí te pillo y aquí te mato; o con propensión a las tensiones nerviosas después de diez, quince, veinte años de matrimonio infeliz y sin salida fácil, es una visión que deprime al espíritu más romo y menos dado a la compasión.
Me gustaría ser abortista, en el sentido dicho y no en otro, porque los violadores campan por sus respetos, y su denuncia no es a veces más que correr el riesgo de que, una vez libre (porque éstos salen libres rápido, maldición), la denunciante corre el riesgo de ser violada, y atracada, y maltratada de mil otras maneras, y porque a ver quién le dice luego al hijo que su padre es, en realidad, un bestia desconocido que trituró a su madre en un descampado o dentro de un coche robado.
Me gustaría, sí, me gustaría ser abortista, porque hoy la ciencia permite saber, en la semana número veinticinco del embarazo, si el hijo que viene será mongólico o no, y no se le puede pedir a todo el mundo el hermoso heroísmo de mis propios padres, que tienen un hijo mongólico, mi hermano Manuel María, y luego tuvieron el valor de tener dos hijos más, inteligentes, llenos de talento, el uno reeducador de adolescentes marginados y el otro músico bohemio al que profeso una admiración que él desconocía hasta ahora, si estas líneas llegan a su poder. Y como yo comprendo que no todos son como mis padres, y que no es esa conducta la ‘conducta exigible’ según la doctrina alemana copiada por nuestro Tribunal Constitucional, me gustaría ser abortista, a fin de dedicar mis esfuerzos a aminorar el trauma cierto que significa tener un hijo subnormal, o ciego de nacimiento, o talidomídico.
Tengo tendencia natural a la solidaridad con el pobre, con el oprimido, con el maltratado por la vida. Y me gustaría ser abortista para contribuir al consuelo de esas mujeres sin cultura ninguna, incapaces de entender -y no por su culpa, sino porque así les han rodado las cosas en un mundo hostil- que existen métodos naturales de control de la natalidad, y que existen medios químicos, y físicos, y mediopensionistas, de impedir un embarazo que no se quería; son esas mujeres pobres de solemnidad, con maridos en paro, que destinan su tiempo a beber y ‘matrimoniar’, que diría Cela, que eso al fin y al cabo es gratis y, según cómo se mire, es el consuelo de los pobres.
Me gustaría ser abortista para sentir el orgullo de difundir la solidaridad con los menos favorecidos por la ruleta de los dineros, que son, para mayor escarnio, los que a la falta de medios materiales suelen unir la falta complementaria de medios intelectuales o educativos de supervivencia, y que se encuentran cargados de hijos a los que no pueden educar, ni vestir, ni alimentar siquiera como reclamaría la OMS para los niños de Etiopía.
Sólo encuentro un inconveniente, uno solo, pero definitivo, para ser un verdadero abortista moderno, solidario, alegre y progresista. Este inconveniente es insalvable: resulta que está ya fuera de discusión que el fruto de la unión del hombre y la mujer es, desde la misma fecundación del óvulo, un ser independiente de su madre en cuyas entrañas se aloja. No es ni un quiste, ni una protuberancia, sino un ser distinto, un ser humano (imposible otra cosa) distinto de sus padres, con un código genético ya definido, y que no necesita más que dos condiciones para convertirse en un ser adulto: alimentación y paso del tiempo. No es ni siquiera un ser vivo necesitado de la metamorfosis para convertirse en adulto. Es un hijo, tal cual, que en el seno de su madre vivirá aproximadamente el noventa por ciento de su desarrollo completo, y el otro diez lo completará fuera del claustro materno.
Y eso es así, y no hay nadie dispuesto a discutirlo a menos que sea un ignorante espectacular y encima quiera exhibir su ignorancia en público. Ya me gustaría que no fuera así, y que no pudiera hablarse de matar un ser humano, sino de ‘interrumpir un embarazo’, porque eso me permitiría demostrar con toda nitidez hasta qué punto me conmueve la situación difícil de la mujer que ve peligrar su salud, o acaso su vida, como consecuencia de un embarazo que no quería, o la circunstancia dramática de una mujer violada y embarazada como consecuencia de la agresión salvaje, o la posición insostenible de la madre de un rimero de chavales que le piden inútilmente de comer. Si el aborto deliberado no consistiera en descuartizar a un ser humano -pequeñito, eso sí, pero un ser humano- sino en extirpar un grano, yo me pondría al frente de las manifestaciones abortistas.
Un texto del fiscal general del Estado
Pero no es así, sino de la otra manera. Ya lo apuntaba Javier Moscoso de Prado en la Gran Enciclopedia Rialp, edición de 1971, tomo I, página 44: “Asistimos hoy -escribió el ahora fiscal general del Estado, sobre cuya ejemplaridad ética invito a opinar al lector- al intento de legalizar ampliamente el aborto, al menos durante los tres primeros meses del embarazo, pérdida del sentido del respeto a la vida que se pretende justificar alegando falsas razones de tipo eugenésico, psicológico, social, etc.”. Eso escribía, y así es en efecto. Y entonces me encuentro con que, de ningún modo, salvo envileciéndome a mí mismo y contribuyendo a envilecer la sensibilidad ajena, puedo defender la matanza de los inocentes como ‘solución’ de nada.
Y no puedo ser abortista, con lo que me gustaría serlo, porque falsificaría de raíz mi presunto humanitarismo y, lo que es peor, porque me quedaría sin argumentos serios para ir contra la fabricación de jabón con los judíos sacrificados en los campos de exterminio nazis. Porque destruido el respeto a la vida humana, por sí misma, ¿dónde están ya las fronteras? ¿Por qué doce semanas, y no quince, o veinticuatro semanas de gestación? ¿Por qué antes de nacer? ¿Cuál es la diferencia, si hablamos en serio?
No he hablado para nada de religión, ni de creencias trascendentes. No necesito nada de eso para comprender que, aunque me gustaría mucho, no puedo ser un abortista, salvo que acepte el envilecimiento, la hipocresía o ambas cosas a la vez.
Pocas actitudes como la abortista tranquilizarían mejor mi sensibilidad de hombre solidario con mis congéneres, y más con las del sexo femenino, víctimas históricas de una cultura que hizo de la fuerza física el fundamento principal y último de la dominación intelectual, profesional y social, con las secuelas económicas y personales que todo eso lleva consigo. Pocas actitudes como la abortista reflejarían con más nitidez mi propensión a alinearme con el débil, bien entendido que la actitud abortista no significa entusiasmo por el número de abortos mayor posible, sino la defensa de la mujer que, por las razones que fueren, considera que su embarazo es una agresión al diseño de su propia vida. Sí. Me gustaría ser abortista.
Me gustaría, porque la visión de una madre de cuatro, cinco o seis hijos, o más -que también las hay con más-, con las piernas atormentadas por las varices, con problemas circulatorios que le impiden la ingestión de anticonceptivos; o con un marido ‘sarraceno’ que la utiliza como reposo del guerrero sin el menor miramiento, aquí te pillo y aquí te mato; o con propensión a las tensiones nerviosas después de diez, quince, veinte años de matrimonio infeliz y sin salida fácil, es una visión que deprime al espíritu más romo y menos dado a la compasión.
Me gustaría ser abortista, en el sentido dicho y no en otro, porque los violadores campan por sus respetos, y su denuncia no es a veces más que correr el riesgo de que, una vez libre (porque éstos salen libres rápido, maldición), la denunciante corre el riesgo de ser violada, y atracada, y maltratada de mil otras maneras, y porque a ver quién le dice luego al hijo que su padre es, en realidad, un bestia desconocido que trituró a su madre en un descampado o dentro de un coche robado.
Me gustaría, sí, me gustaría ser abortista, porque hoy la ciencia permite saber, en la semana número veinticinco del embarazo, si el hijo que viene será mongólico o no, y no se le puede pedir a todo el mundo el hermoso heroísmo de mis propios padres, que tienen un hijo mongólico, mi hermano Manuel María, y luego tuvieron el valor de tener dos hijos más, inteligentes, llenos de talento, el uno reeducador de adolescentes marginados y el otro músico bohemio al que profeso una admiración que él desconocía hasta ahora, si estas líneas llegan a su poder. Y como yo comprendo que no todos son como mis padres, y que no es esa conducta la ‘conducta exigible’ según la doctrina alemana copiada por nuestro Tribunal Constitucional, me gustaría ser abortista, a fin de dedicar mis esfuerzos a aminorar el trauma cierto que significa tener un hijo subnormal, o ciego de nacimiento, o talidomídico.
Tengo tendencia natural a la solidaridad con el pobre, con el oprimido, con el maltratado por la vida. Y me gustaría ser abortista para contribuir al consuelo de esas mujeres sin cultura ninguna, incapaces de entender -y no por su culpa, sino porque así les han rodado las cosas en un mundo hostil- que existen métodos naturales de control de la natalidad, y que existen medios químicos, y físicos, y mediopensionistas, de impedir un embarazo que no se quería; son esas mujeres pobres de solemnidad, con maridos en paro, que destinan su tiempo a beber y ‘matrimoniar’, que diría Cela, que eso al fin y al cabo es gratis y, según cómo se mire, es el consuelo de los pobres.
Me gustaría ser abortista para sentir el orgullo de difundir la solidaridad con los menos favorecidos por la ruleta de los dineros, que son, para mayor escarnio, los que a la falta de medios materiales suelen unir la falta complementaria de medios intelectuales o educativos de supervivencia, y que se encuentran cargados de hijos a los que no pueden educar, ni vestir, ni alimentar siquiera como reclamaría la OMS para los niños de Etiopía.
Sólo encuentro un inconveniente, uno solo, pero definitivo, para ser un verdadero abortista moderno, solidario, alegre y progresista. Este inconveniente es insalvable: resulta que está ya fuera de discusión que el fruto de la unión del hombre y la mujer es, desde la misma fecundación del óvulo, un ser independiente de su madre en cuyas entrañas se aloja. No es ni un quiste, ni una protuberancia, sino un ser distinto, un ser humano (imposible otra cosa) distinto de sus padres, con un código genético ya definido, y que no necesita más que dos condiciones para convertirse en un ser adulto: alimentación y paso del tiempo. No es ni siquiera un ser vivo necesitado de la metamorfosis para convertirse en adulto. Es un hijo, tal cual, que en el seno de su madre vivirá aproximadamente el noventa por ciento de su desarrollo completo, y el otro diez lo completará fuera del claustro materno.
Y eso es así, y no hay nadie dispuesto a discutirlo a menos que sea un ignorante espectacular y encima quiera exhibir su ignorancia en público. Ya me gustaría que no fuera así, y que no pudiera hablarse de matar un ser humano, sino de ‘interrumpir un embarazo’, porque eso me permitiría demostrar con toda nitidez hasta qué punto me conmueve la situación difícil de la mujer que ve peligrar su salud, o acaso su vida, como consecuencia de un embarazo que no quería, o la circunstancia dramática de una mujer violada y embarazada como consecuencia de la agresión salvaje, o la posición insostenible de la madre de un rimero de chavales que le piden inútilmente de comer. Si el aborto deliberado no consistiera en descuartizar a un ser humano -pequeñito, eso sí, pero un ser humano- sino en extirpar un grano, yo me pondría al frente de las manifestaciones abortistas.
Un texto del fiscal general del Estado
Pero no es así, sino de la otra manera. Ya lo apuntaba Javier Moscoso de Prado en la Gran Enciclopedia Rialp, edición de 1971, tomo I, página 44: “Asistimos hoy -escribió el ahora fiscal general del Estado, sobre cuya ejemplaridad ética invito a opinar al lector- al intento de legalizar ampliamente el aborto, al menos durante los tres primeros meses del embarazo, pérdida del sentido del respeto a la vida que se pretende justificar alegando falsas razones de tipo eugenésico, psicológico, social, etc.”. Eso escribía, y así es en efecto. Y entonces me encuentro con que, de ningún modo, salvo envileciéndome a mí mismo y contribuyendo a envilecer la sensibilidad ajena, puedo defender la matanza de los inocentes como ‘solución’ de nada.
Y no puedo ser abortista, con lo que me gustaría serlo, porque falsificaría de raíz mi presunto humanitarismo y, lo que es peor, porque me quedaría sin argumentos serios para ir contra la fabricación de jabón con los judíos sacrificados en los campos de exterminio nazis. Porque destruido el respeto a la vida humana, por sí misma, ¿dónde están ya las fronteras? ¿Por qué doce semanas, y no quince, o veinticuatro semanas de gestación? ¿Por qué antes de nacer? ¿Cuál es la diferencia, si hablamos en serio?
No he hablado para nada de religión, ni de creencias trascendentes. No necesito nada de eso para comprender que, aunque me gustaría mucho, no puedo ser un abortista, salvo que acepte el envilecimiento, la hipocresía o ambas cosas a la vez.
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