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Subrayo que es la primera encíclica de un pontificado y abre el horizonte de este pontificado: esto quiere decir que, de alguna manera, marca la dirección de esta nueva etapa en la historia de la Iglesia. El texto, parece, estaba muy avanzado antes del anuncio de la renuncia. Si se hubiese publicado antes de tal anuncio, siempre diríamos que era la última encíclica de un Papa, con la que se habría cerrado una etapa, un ciclo, sería objeto de memoria, algo que se dijo para otro momento. Pero, providencialmente, ese mismo texto, la base de ese mismo texto, es asumido por un nuevo Papa para una nueva etapa, nos hace mirar hacia delante. Una misma enseñanza y una misma mirada nos empistan para la etapa actual de la Iglesia y de la humanidad. El hecho me hace pensar en aquel texto de la Carta a los Hebreos que tanta actualidad tiene por el momento que atravesamos y que dice: «Teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos sin retirarnos (con constancia), en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien en el lugar del gozo inmediato soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha de Dios. Recordad al que soportó tal oposición de los pecadores y no os canséis ni perdáis el ánimo» (Heb. 12. 1-3). Toda la encíclica constituye una llamada a esto: a mirar a Jesús, Luz de las gentes, con la mirada de la fe, que percibe y reconoce en Él la luz que necesitamos para proseguir nuestro camino sin retiramos, sin desmayo, y con nuevas fuerzas. De alguna manera, en este panorama situamos esta encíclica que tanta luz arroja para el momento que vivimos y da tanto sentido a la vida personal y de la Iglesia, para ofrecerlo y compartirlo con quienes no comparten el gozo y la luz de la fe y el aliento de esta esperanza.
Estimo que sólo los datos que he enumerado al principio dan mucho que pensar. Nos apuntan al camino a seguir, tanto por el propio Papa, como por toda la Iglesia y en todas partes, por cada uno de los que formamos la Iglesia. Esos datos nos están indicando que ése es el camino –el de la luz de la fe– que en estos momentos Dios nos abre y traza, el que Él mismo nos invita a proseguir llenos de ánimo a quienes formamos la Iglesia, el que los hombres necesitan descubrir y andar, el que hemos de ofrecer para un nuevo y gran futuro para la humanidad entera para que prosiga su marcha, sin detenerse, con una nueva luz y una nueva claridad en medio de tantas oscuridades e incertidumbres como atraviesa nuestro mundo. El camino que han seguido, y siguen, tantos y tantos en la historia que nos precede edificando esa humanidad, objeto del amor y de la misericordia de Dios, la que Él tanto quiere y a la que ilumina con la Luz que viene de Él.
La fe es cuestión primordial, donde se juega el futuro del hombre; no da lo mismo creer que no creer para proseguir nuestro camino. Es verdad que la fe encuentra muchas dificultades en el mundo en que vivimos, y que son muchos los que no se atreven a dar el paso de la fe o a seguir en ese camino de la fe. Es cierto que no vivimos momentos fáciles para la fe, pero también es cierto que la necesitamos como la tierra reseca necesita del agua para no convertirse en un desierto. El Papa es muy consciente del momento que atraviesan los hombres, creyentes y no creyentes, que atraviesa el mundo capaz de lo mejor y de lo peor, sumido en una encrucijada en la que no acierta con el camino a seguir para el bien de todos. Por eso afirma con tanta nitidez y gozo lo fundamental y primero que es la luz de la fe, la necesidad que todos tenemos de la fe. El Papa no vive en la estratosfera ni de ilusiones voluntaristas, ni se traza un universo idealista. En todo pisa tierra, es profundamente realista, con el realismo mismo que da la fe; por eso, con toda sencillez, ya en el comienzo de su carta, reconoce que «al hablar de le fe como luz, podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la audacia de Zafe... Zafe ha acabado por ser asociada a la oscuridad» (Lumen Fidei, 1-2).
En medio de ésta y de otras muchas dificultades el Papa Francisco, en plena unidad y continuidad con Benedicto XVI, su antecesor, nos anima a proseguir nuestro camino con la mirada de la fe puesta en Jesucristo, que ilumina nuestras vidas y nuestro camino. Ahí está el gran futuro.
(Seguiremos hablando de esta encíclica que tanta riqueza y aliento contiene; entre tanto, agradecemos a Dios que a través del Papa Francisco nos ofrece este tesoro, que ya Benedicto XVI estuvo a punto de entregarnos: aquí se nos abren las puertas de una gran esperanza llena de luz, son las puertas y la luz de la fe, las que tan palpablemente veremos también en la Jornada Mundial de la Juventud, de la que hablaré la próxima semana).
© La Razón
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