Al entrar en el parque de El
Retiro, en Madrid, un joven corre a saludar a Raúl. Hace años que se conocieron
en un entorno que nada tiene que ver con estar al aire libre: la cárcel.
La historia de Raúl Oreste es digna de un guion
cinematográfico, pero, en esta ocasión, la realidad supera a la
ficción.
De rico empresario pasó a ser condenado por tráfico de drogas y
perder su fortuna. De casi matar a un hombre en prisión pasó a predicar
a Jesucristo entre las rejas y los muros de la cárcel. Cristo rompe las
cadenas y Raúl lo sabe.
-
¿Cómo era su vida en Argentina?- Era director de banco; después fui
presidente de una compañía muy grande en mi país, además, tenía
empresas y me creía autosuficiente. Quien se cree autosuficiente y tiene ego y
soberbia es porque se está alejando de Dios. Yo me decía: “Para qué
quiero a Dios si tengo dos hijas y una mujer preciosa”. Pero mi esposa
enfermó de cáncer y murió.
- ¿Cuándo perdió el
control?- Después de morir mi esposa, no encontraba consuelo alguno y
decidí dejar el banco y las empresas. Necesitaba ahogar el dolor y lo
hice lanzándome a la noche. Había perdido el apetito de vivir y creía
que la noche, la droga y cuanta mujer se cruzara en mi vida serían suficiente
para recobrar la felicidad perdida.
Cuando la noche se concibe como un
modus operandi, acaba siendo nociva, y así me sucedió a mí. Quería que
la noche acabara a las cinco o seis de la mañana porque así dormía durante todo
el día y, como era el jefe, aparecía por la oficina cuando quería. Así,
transcurrieron seis años, desde la muerte de mi mujer, en 1993, hasta que acabé
encarcelado, en 1999.
-
Esa vida, ¿dónde le condujo?- Por aquel entonces creía que tenía el
mundo en mis manos. Coincidí en la noche con unos antiguos conocidos con los que
empecé a relacionarme cada vez más. En una ocasión, les pregunté cómo hacían
para prosperar tanto, y me contestaron que traficaban con
drogas. Estoy convencido de que el diablo ya me había tomado de su mano
y comencé a traficar: España, Italia, los países nórdicos… Un buen día
me di cuenta de que estaba matando las neuronas de los chicos. Fue
entonces cuando me traicionaron y me convertí en el cabeza de turco de la trama.
Me condenaron por un delito contra la salud pública. No les tengo rencor
a esos tipos que me entregaron, porque gracias a ellos fui a la cárcel y
encontré a Jesús.
- ¿Qué recuerda de sus primeros
tiempos en prisión?- Sorprendentemente, tendría que haber gritado y
llorado, pero creo que Dios me dio cierta serenidad, porque ya estaba
actuando en mí, y a los cuatro meses de estar allí, Él me encontró.
Gracias a Cristo, por ejemplo, rechacé las drogas que me ofrecían en
prisión, porque yo antes también las tomaba.
- Una vez en la cárcel, ¿cuándo “se
cayó del caballo”?- Recuerdo el momento exacto. Fue durante una pelea
muy grave en la que participé. De repente, propiné un puñetazo a otro preso y
cayó al suelo inconsciente. Creí que había matado a ese hombre. Me marché al
patio aturdido y allí sentí a Dios en mi interior, preguntándome qué
estaba haciendo con la vida que Él me había regalado. Y entonces
escuché una canción que dice: “Cristo rompe las cadenas y nos da la libertad”.
Y, efectivamente, rompió las cadenas que me tenían atado al fracaso, al odio y
al desapego por la vida.
- ¿Cómo es el primer día de esa
vida?- Esa noche no dormí; pasé horas escribiendo. Escribí a la
Madre, porque a mí me apresaron un 13 de mayo, el Día de la Virgen de Fátima.
Ella fue la que urgió a Jesús para que actuara en mí, estoy
seguro. Yo había enfermado de dolor por la muerte de mi mujer y tenía
una grieta en el corazón que solo Él podía cerrar, porque es el cirujano
del alma.
- Un
día, peleando a puñetazos, y al otro, predicando a Cristo. ¿Cómo se produce esa
transición?- Pasaron un par de meses desde aquel día en el patio
hasta que comencé a entender qué había pasado. Si San Pablo necesitó años para
comprender lo que le había sucedido, ¡imagínate yo!... A los presos
también les costó asumir ese cambio.
Me empezaron a llamar
“el loco de la Biblia”, porque la leía constantemente. Leí la
Biblia durante 5.284 días. Poco a poco, incluso los jefecillos de cada módulo
comenzaron a tenerme respeto. Los presos venían y me pedían que rezara por sus
familias. Me rodeaba de personas que me escuchaban cuando leía la Biblia, y así
se empezaron a hacer grupos de oración en la cárcel. Estuve en
módulos muy conflictivos, pero así podía estar cerca de las ovejitas que más
necesitaban volver al redil, y allí repartí sin parar las Biblias
que me enviaban los sacerdotes y los voluntarios.
- Y, a partir de ahí, ¿cómo transcurre
el resto de su condena?- Pasé cuatro años en Soto del Real; estaba en
prisión preventiva a la vez que estudiaba Psicología. Ya condenado, me
trasladaron a Aranjuez, y eso fue más duro. Allí pasé dos años y ocho meses, y
es donde empecé a escribir El parto en la cárcel. Fue muy difícil
porque, aunque hubo conversiones preciosas, presencié muertes, suicidios
y mucha desesperación. Pero eso me vivificó. Fui como el hijo pródigo,
que comía las bellotas de los cerdos para poder subsistir.
- ¿Se puede llegar a tocar el corazón
de alguien encarcelado?- Sí, yo lo hice. Primero, empecé a emplear
mis conocimientos en psicología con esos presos que estaban “hechos polvo”.
Después, les presenté a un Jesús resucitado, hecho hombre y también
preso. He comprobado que no es difícil hablar de Jesús en la cárcel,
porque es una escuela de oración. Allí se reza y hay más conversiones que en
cualquier parroquia, porque el dolor que se mete dentro es tan grande
que cuando se oye hablar de amor y de Dios, esas palabras llegan hasta
lo más profundo.
Eso me demostró que es posible la reinserción en la
sociedad, pero siempre y cuando se guíe adecuadamente a la persona; si no, pasa
lo contrario. El odio y el rencor hay que dárselo a Dios para que lo
convierta en amor. Él te da la sabiduría para que no tropieces en la
misma piedra, pero no te quita la piedra.
- Tiene dos hijas, ¿qué pasó con
ellas?- La relación empezó a deteriorarse cuando yo comencé a
frecuentar el mundo de la noche, aunque les ocultaba mi estado y, por supuesto,
jamás me vieron drogarme ni vieron nada de lo que hacía. Ellas seguían
muy dolidas por la muerte de su madre, y enfermaron espiritualmente. Yo
me ocupaba de ellas durante el día, pero seguía saliendo todas las noches. Ahora
entiendo que se alejaran de mí y se preguntaran qué hacía su padre todos los
días hasta altas horas de la madrugada.
- ¿Cómo es ahora la relación con sus
hijas? ¿Ha vuelto a verlas?- Llevamos años sin vernos y ahora estoy
retomando esa relación que tan deteriorada estaba. Mis hijas tienen
heridas muy grandes que necesitan tiempo para sanar.
Recuerdo
que, cuando me detuvieron, hablé con mi hija por teléfono y me preguntó que en
qué hotel me alojaba. Le dije que estaba en Soto del Real y ella me respondió
que si me habían cambiado de hotel. Cuando le dije que estaba en la cárcel, hubo
un silencio de 30 segundos que parecieron 30 horas. “Y nosotras, ¿qué hacemos?”,
me preguntó. Al principio sí hablaba con mis hijas desde la cárcel, pero,
después, la relación se resintió porque empezaron a sufrir las consecuencias de
la situación. Yo perdí casi un millón de dólares en propiedades y todo
mi dinero, y ellas lo padecieron.
- ¿Qué va a pasar cuando se
reencuentren después de tantos años?- Va a ser un golpe duro. Cuando
me graban o me hacen alguna entrevista, les envío las imágenes. Intento
prepararlas para que vean que estoy cambiado. Si no hubiera cambiado,
sería imposible, por ejemplo, que mi casera no me pidiera ni el DNI
para los papeles del piso, porque leyó mi libro y conocía mi historia…Ese es el
nacimiento nuevo que te da Jesús.
- ¿Borraría algo de su
vida?- No, en absoluto. De todas las gracias que Dios me ha
concedido, a parte de tener una mujer magnífica y dos hijas estupendas,
la cárcel es la más grande. Sé que es muy fuerte decir
esto.
¡Y tanto que es fuerte! Es muy difícil entender que no quiera
borrar la cárcel, ni las drogas, ni el sufrimiento de su familia…
Pero es
que Dios está en el sufrimiento. Tras muchos años y ahora que estoy convertido,
veo que el pasado tiene que servir para crecer y no para revivir las culpas. No
hay que castigarse. Yo no borraría nada porque el final fue precioso. Si
yo no hubiera entrado en la cárcel, ¿dónde me hubiera encontrado el
Señor? Quizá en otro sitio, pero no habría sido lo mismo. En la cárcel
fui feliz a pesar de todo y a pesar del dolor y, aunque no tengo nada de lo que
tenía antes, ahora soy más feliz. ¿¡Cómo no creer en Dios si Él me
cambió, me quitó el dolor, me libró del fracaso y convirtió los odios y
la desesperanza en ilusión y amor?!
Un nuevo comienzo“Cuando
estás convertido, Dios te va trazando los caminos”, nos cuenta Raúl. El suyo ha
estado marcado por personas que se dieron cuenta de que Cristo había hecho de él
un hombre nuevo. Cáritas fue fundamental en su reinserción. Allí le
proporcionaron la primera oportunidad, y con ellos sigue trabajando. Su
día a día transcurre entre su trabajo en Cáritas y su labor pastoral.
Desde hace 12 años, visita la cárcel periódicamente para ayudar a los presos y
mostrarles que la batalla no está perdida: “Les cuento que siempre hay un motivo
para vivir y que la vida está llena de grandes alegrías”. Ha publicado, además,
dos libros: Un parto en la cárcel y Una luz al final del
túnel.
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