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La figura de Jesucristo, el Hijo de Dios, se hace cercana en el trato personal y esa figura lejana abstracta principio y ley causal del devenir cósmico se encarna en una figura personal, en un hombre con el que se es capaz de mantener una relación personal.
Ese Dios presente en la materia que la dota de conciencia se abre en portentosa diafanía en la imagen universal y encarnada en ella del Cristo Cósmico. Ahí se establece la convergencia, entre la materia, que es objeto de la investigación, de estudio por la ciencia, y el espíritu que es sujeto de la fe, que la dota de profundidad y que capacita al hombre para el discernimiento, no solo ético sino, en expresión Paulina, capaz de abismar en las profundidades de lo ancho, de lo largo, de lo hondo de las cosas, de la materia constitutiva.
En esta visión panenteista, todo se ordena y la aparente separación entre el espíritu y a materia se diluye. Cuando el investigador, el científico ahonda e intenta profundizar en cualquier campo científico si recordara esto no le sería difícil ver esta proximidad.
Pero, ¿Por qué esta aparente separación e incluso obstinación de algunas mentes en no ver la interacción continua y constante de Dios en el mundo, en nosotros, pretendiendo explicar todo desde lo que llaman natural, como si la materia hubiera surgido por una generación espontánea? Y aún más, ¿Por qué se niega esta acción y se pretende que todo es “natura” sin la presencia vivificante del Espíritu? Ahí, creemos, entra lo que llamamos fe, ese don, esa capacidad Divina que abre las puertas a la inteligencia humana para que pueda aprehender los misterios; y en este término incluimos todo lo que el ser humano no puede entender, explicarse fácilmente.
Cuando la fe actúa viva y sin cortapisas por la resistencia del hombre, se descorre el velo de lo que llamamos misterio, porque la palabra de Dios actúa entonces como una espada de dos filos que llega hasta los entresijos, que penetra hasta la división del alma y del espíritu (Hebreos 4,12), pero el hombre tiene humildemente que pedir esa fe a Dios mismo.
En el trato personal con Dios, y quién mejor para nosotros, que relacionarnos con su propio Hijo, el Dios encarnado, para que el hombre sea capaz de descorrer ese velo y llegar a una comprensión profunda de las cosas, de Dios mismo; y las cosas se vean entonces de una forma muy diferente, las fronteras se diluyan, y todo quede enmarcado de la presencia divina que sustenta toda la Creación. Sin ese trato personal, que eso es la mística, Dios es visto en el mejor de los casos como un legislador frio de leyes universales que rigen el Cosmos, y de ahí como impasible ante el misterio del mal en el Mundo, olvidándonos de que su propio Hijo experimentó el sufrimiento y la muerte, abriéndonos las puertas de la Resurrección.
Dios crea, y otorga a la materia una sana autonomía, la dota de leyes universales que el hombre va descubriendo, algunas con orden matemático, como la propia ley de la gravedad, y otras que siguen las leyes probabilísticas, pero que el hombre gracias a su inteligencia sigue descubriendo y adaptándose a ellas para un mayor logro humano, social y económico: “Dominad la tierra” (Génesis 1,28)
En alguna ocasión, la supuesta superioridad intelectual del agnóstico o ateo, se muestra despreciativa hacia el creyente: “Nosotros, los científicos no somos creyentes, el que lo es, no puede ser un científico”. A mí, cierta vez, me llegaron a decir: ¿Como tú que eres investigador puedes ser creyente?
Prefiero personalmente un hombre humilde no creyente, que un pretendido científico henchido de orgullo. Una persona humilde está abierta a la verdad, no así el soberbio, aunque conserve una aparente etiqueta de creyente. La Teoría de la evolución Darwiniana es interpretada por muchos como una aparente excusa para no creer en Dios. El auténtico científico mantiene su corazón e inteligencia abiertos a la verdad, y cuando va descubriendo las leyes universales de la naturaleza, no tiene pudor en decir “Dios juega a los dados”, es decir admite que el Creador respeta las leyes probabilísticas de la materia que se encuentra en continua evolución. Así ha creado el Cosmos en un modelo en continua transformación evolutiva que el mismo respeta. Solo desde la humildad se sea investigador o no, podemos llegar a admitir la existencia de Dios, pero solo desde una relación personal existencial con la Divinidad, abriendo nuestro corazón e inteligencia, podemos llegar a tener la sincera convicción de su existencia irrefutable. Y esa experiencia, es fundamentalmente Cristocéntrica. Ya el sabio jesuita llegó a decir que Cristo es el alfa y el omega, principio y fin. El Cristo histórico y el de la fe se funden en el corazón humano y adquieren una dimensión cósmica que va desde el microcosmos que es el propio hombre hasta el macrocosmos estelar. El Señor Jesús, el Hijo de Dios, el Logos, la Palabra del Padre realizan en el Espíritu su acción creadora en continua evolución.
La inteligencia emocional espiritual no deja de ser un don de Dios y se concede al hombre que tiene abierto su corazón e inteligencia a El que se proyecta en su Creación, en su polimorfa obra que sin embargo mantiene su unidad esencial con el Creador. Esta inteligencia está muy por encima de lo que llamamos inteligencia técnica y profundiza más allá de lo aparente, de lo visible. Produce paz y armonía y es capaz de ahondar en el mismo Dios. Se le concede al hombre que es capaz con honradez y humildad de pedirla. Sin ésta, el conocimiento engríe, se aparta de Dios y se recubre de una aparente superioridad, de tal manera que se llega al supuesto: “No hace falta Dios para la Ciencia; el auténtico científico no es creyente”.
Esta visión no deja de ser a mi entender más que una justificación de una soberbia de base, que reduce además a Dios, a una visión simplista e infantil, cuya finalidad se reduce a rellenar los agujeros de la ciencia, de tal forma que una vez que la técnica va desentrañando algunos porqués de las cosas ya no hace falta Dios. Es como ver los toros desde la barrera, sino te introduces en la arena no experimentas la Fiesta. Al Padre Dios, a su Hijo hay que tocarlos desde la arena del corazón humano abierto al Espíritu. Y ello requiere, una vez más, humildad y sacrificio.
A raíz de la muerte el pasado Enero a los 99 años de edad de Charles Thownes, Premio Nobel de Física en 1964 e inventor del Láser aplicándolo al estudio del Universo, hombre profundamente creyente y ganador también del famoso Premio Templeton en 2005 por sus contribuciones a la comprensión de la religión, aprovecho la ocasión para escribir este artículo donde trato de establecer la convergencia entre ciencia y fe, como lo vivió en su vida este afamado investigador y otros muchos más.Y es que servidor, está un poco hasta el gorro de escuchar a gente que se declara científica como atea, y presume que su hipótesis es la oficial dentro del mundo de la Investigación, y el mundo de la Ciencia. Toda mi vida me he dedicado a la investigación biomédica, mi expediente así lo atestigua e incluso he sido un primer premio a este respecto otorgado por el Ilustre Colegio de Médicos de nuestra Ciudad de Zaragoza, y me considero creyente.
Creo honradamente que la aparente divergencia entre Ciencia y Fe es producto de una visión superficial que presupone ya de entrada esa aparente divergencia. Esta visión, a mi entender, es fruto de una presupuesta superioridad intelectual de algunos llamados científicos, no de la ciencia en sí que es convergente con la fe.Cuando el científico, como hombre que es y sujeto de relación social, mantiene un trato personal con esa figura, presupuesta en el mejor de los casos por ellos como ley universal o ente abstracto no personal, que a hurtadillas llaman Principio Universal, entonces esta visión puede cambiar.
La figura de Jesucristo, el Hijo de Dios, se hace cercana en el trato personal y esa figura lejana abstracta principio y ley causal del devenir cósmico se encarna en una figura personal, en un hombre con el que se es capaz de mantener una relación personal.
Ya lo entendió así el gran antropólogo, sabio jesuita, Teilhard de Chardin, que estableció SU PUNTO OMEGA como el pico más alto de la evolución de la consciencia.Teilhard encuentra en lo que llama la ley de complejidad-conciencia, una tendencia natural que orienta la evolución de la materia, la vida y el Espíritu Santo. En el futuro tal tendencia llevará a la humanidad hacia un estado de conciencia determinado plenificante. Este “foco iluminador” del destino humano, es lo que Teilhard denomina PUNTO OMEGA, un auténtico foco personalizante de unión, de convergencia entre la materia y el espíritu que la vivifica.
Ese Dios presente en la materia que la dota de conciencia se abre en portentosa diafanía en la imagen universal y encarnada en ella del Cristo Cósmico. Ahí se establece la convergencia, entre la materia, que es objeto de la investigación, de estudio por la ciencia, y el espíritu que es sujeto de la fe, que la dota de profundidad y que capacita al hombre para el discernimiento, no solo ético sino, en expresión Paulina, capaz de abismar en las profundidades de lo ancho, de lo largo, de lo hondo de las cosas, de la materia constitutiva.
Lo que llamamos natural, y por ello abordable por nuestros sentidos y capaz de ser mensurable por ello, es una simplificación, dado que no todo lo natural es abordable y la frontera con lo inmaterial, lo energético, no es diáfana. Por otra parte lo que denominamos sobrenatural, y a lo que intentamos acercarnos por la metafísica, es también un intento aproximativo. Dios está en el corazón de la materia, lo percibamos o no. La expresión panenteista Bíblica (no panteísta): “En Dios nos movemos, somos y existimos” (Hechos 17,28) representa lo más íntimo y cercano de esta convivencia de la Divinidad con nosotros incluido el Cosmos entero.No dejan de ser materia y espíritu como la cara y cruz de una misma moneda, por ello ciencia y fe convergen en lo mismo.
En esta visión panenteista, todo se ordena y la aparente separación entre el espíritu y a materia se diluye. Cuando el investigador, el científico ahonda e intenta profundizar en cualquier campo científico si recordara esto no le sería difícil ver esta proximidad.
Pero, ¿Por qué esta aparente separación e incluso obstinación de algunas mentes en no ver la interacción continua y constante de Dios en el mundo, en nosotros, pretendiendo explicar todo desde lo que llaman natural, como si la materia hubiera surgido por una generación espontánea? Y aún más, ¿Por qué se niega esta acción y se pretende que todo es “natura” sin la presencia vivificante del Espíritu? Ahí, creemos, entra lo que llamamos fe, ese don, esa capacidad Divina que abre las puertas a la inteligencia humana para que pueda aprehender los misterios; y en este término incluimos todo lo que el ser humano no puede entender, explicarse fácilmente.
Cuando la fe actúa viva y sin cortapisas por la resistencia del hombre, se descorre el velo de lo que llamamos misterio, porque la palabra de Dios actúa entonces como una espada de dos filos que llega hasta los entresijos, que penetra hasta la división del alma y del espíritu (Hebreos 4,12), pero el hombre tiene humildemente que pedir esa fe a Dios mismo.
En el trato personal con Dios, y quién mejor para nosotros, que relacionarnos con su propio Hijo, el Dios encarnado, para que el hombre sea capaz de descorrer ese velo y llegar a una comprensión profunda de las cosas, de Dios mismo; y las cosas se vean entonces de una forma muy diferente, las fronteras se diluyan, y todo quede enmarcado de la presencia divina que sustenta toda la Creación. Sin ese trato personal, que eso es la mística, Dios es visto en el mejor de los casos como un legislador frio de leyes universales que rigen el Cosmos, y de ahí como impasible ante el misterio del mal en el Mundo, olvidándonos de que su propio Hijo experimentó el sufrimiento y la muerte, abriéndonos las puertas de la Resurrección.
Dios crea, y otorga a la materia una sana autonomía, la dota de leyes universales que el hombre va descubriendo, algunas con orden matemático, como la propia ley de la gravedad, y otras que siguen las leyes probabilísticas, pero que el hombre gracias a su inteligencia sigue descubriendo y adaptándose a ellas para un mayor logro humano, social y económico: “Dominad la tierra” (Génesis 1,28)
En alguna ocasión, la supuesta superioridad intelectual del agnóstico o ateo, se muestra despreciativa hacia el creyente: “Nosotros, los científicos no somos creyentes, el que lo es, no puede ser un científico”. A mí, cierta vez, me llegaron a decir: ¿Como tú que eres investigador puedes ser creyente?
Cuando el auténtico científico es humilde se da cuenta en su investigación de que no sabemos nada aun cuando vayamos descubriendo cosas, y además si el hombre posee esa capacidad de ir descubriendo ¿quién le ha dotado de esa capacidad?,¿Ha surgido en él, por generación espontánea o sujeta al puro azar de una evolución ciega?Cuando el hombre vuelve su corazón a Dios (metanoia) entonces se produce la convergencia entre lo que llamamos ciencia (como el estudio de explicarnos las causas, los modos, la función de las cosas) y la fe, que posee la capacidad de armonizar la inteligencia para admitir, para “entender “ lo que no es materialmente demostrable por el método cartesiano.
Prefiero personalmente un hombre humilde no creyente, que un pretendido científico henchido de orgullo. Una persona humilde está abierta a la verdad, no así el soberbio, aunque conserve una aparente etiqueta de creyente. La Teoría de la evolución Darwiniana es interpretada por muchos como una aparente excusa para no creer en Dios. El auténtico científico mantiene su corazón e inteligencia abiertos a la verdad, y cuando va descubriendo las leyes universales de la naturaleza, no tiene pudor en decir “Dios juega a los dados”, es decir admite que el Creador respeta las leyes probabilísticas de la materia que se encuentra en continua evolución. Así ha creado el Cosmos en un modelo en continua transformación evolutiva que el mismo respeta. Solo desde la humildad se sea investigador o no, podemos llegar a admitir la existencia de Dios, pero solo desde una relación personal existencial con la Divinidad, abriendo nuestro corazón e inteligencia, podemos llegar a tener la sincera convicción de su existencia irrefutable. Y esa experiencia, es fundamentalmente Cristocéntrica. Ya el sabio jesuita llegó a decir que Cristo es el alfa y el omega, principio y fin. El Cristo histórico y el de la fe se funden en el corazón humano y adquieren una dimensión cósmica que va desde el microcosmos que es el propio hombre hasta el macrocosmos estelar. El Señor Jesús, el Hijo de Dios, el Logos, la Palabra del Padre realizan en el Espíritu su acción creadora en continua evolución.
La inteligencia emocional espiritual no deja de ser un don de Dios y se concede al hombre que tiene abierto su corazón e inteligencia a El que se proyecta en su Creación, en su polimorfa obra que sin embargo mantiene su unidad esencial con el Creador. Esta inteligencia está muy por encima de lo que llamamos inteligencia técnica y profundiza más allá de lo aparente, de lo visible. Produce paz y armonía y es capaz de ahondar en el mismo Dios. Se le concede al hombre que es capaz con honradez y humildad de pedirla. Sin ésta, el conocimiento engríe, se aparta de Dios y se recubre de una aparente superioridad, de tal manera que se llega al supuesto: “No hace falta Dios para la Ciencia; el auténtico científico no es creyente”.
Esta visión no deja de ser a mi entender más que una justificación de una soberbia de base, que reduce además a Dios, a una visión simplista e infantil, cuya finalidad se reduce a rellenar los agujeros de la ciencia, de tal forma que una vez que la técnica va desentrañando algunos porqués de las cosas ya no hace falta Dios. Es como ver los toros desde la barrera, sino te introduces en la arena no experimentas la Fiesta. Al Padre Dios, a su Hijo hay que tocarlos desde la arena del corazón humano abierto al Espíritu. Y ello requiere, una vez más, humildad y sacrificio.
Ella integra el saber ordinario con el espiritual y entonces la aparente divergencia entre ellos desaparece, todo apunta entonces hacia una misma realidad convergente, integradora, una realidad plenificante y amorosa que llamamos Dios.La fe es avanzadilla de la sabiduría, el amor es su constante.
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