Este relato quiere incidir en cómo reacciona una persona a la que se le da una noticia sospechosa de diagnóstico de cáncer. Lejos de amilanarse, el protagonista intenta volver a sus recuerdos. Su voluntad es firme aunque sus fuerzas le flaquean. Su estado de ánimo se hallaba ya resentido debido a la muerte de su mujer acaecida un año antes por cáncer. Durante el relato, la imagen del pajarillo que cae de un árbol a sus pies, durante un paseo por el campo, es la imagen simbólica que evoca en su inconsciente la posibilidad del suicidio, pero este impulso es vencido al perdonar la vida al pobre animal: “Hubiera bastado un apretón de sus manos sobre aquel cuerpecillo inerte para acabar con su vida por lástima” pero se la respetó, y en aquel pajarillo estaba también inconscientemente el mismo, su propia vida, de tal forma que al respetarla respetó la suya. Poco a poco, nuestro protagonista se entona y en el amor de su mujer encuentra fuerzas para poder enfrentarse con un posible fatídico diagnóstico, y nombrando a Dios mismo, se pone en sus manos, de esta forma el sueño reparador viene a sus puertas.
Evidenciamos en conclusión, como este hombre está pasando de alguna forma por las fases psicológicas que la famosa psiquiatra Elisabeth Kübler Ross estableció de cómo reacciona una persona bajo el diagnóstico de una patología grave que puede llevar al óbito. Respuesta esperanzada de nuestro protagonista pese a la severidad de la situación, que la va a dar una calidad de vida aceptable para poder enfrentarse positivamente a lo que se le viene encima.
Me llamo Pedro, tengo 73 años. Resido habitualmente en Zaragoza, donde he ejercido de abogado. Llevo un año viudo, y tengo tres hijos. Todos los años, con mi esposa Ana y mis hijos desde pequeños solíamos pasar un mes de verano en nuestra casa solariega de Cuevas de Cañart de donde soy natural. Desde que enviudé paso aquí todos los veranos.
Aquella tarde, como de costumbre, había salido a caminar. Casi instintivamente dirigió sus pasos desde su casa sita en la calle Mayor en dirección a Ejulve. Solía tomar cada día diferentes direcciones en su paseo vespertino. Cuevas permite tomar desde la villa diversas y pintorescas rutas desde donde pueden contemplarse espléndidos atardeceres.
Algunos de estos recorridos son antiguos trayectos medievales, como los que desde la Villa permiten llegar a Molinos y Las Cuevas del Cristal, cruzando por el chorro de San Juan o en dirección contraria, saliendo desde El Portal de Marzo atravesar el Estrecho, una espectacular formación caliza, y llegar hasta Ladruñán.
De esta forma solía seguir los consejos médicos de hacer ejercicio, además de gozar con los bellos paisajes de esta afortunada tierra, que tantas veces había recorrido desde cuando era niño hasta ahora que se encontraba ya en el atardecer de su vida.
Las Cuevas de Cañart, situada en un pequeño valle a unos ochocientos metros sobre el nivel del mar, se encuentra toda ella rodeada por una cordillera de montañas del Sistema Ibérico. Dada la abrupta orografía de esta zona, plena de cañadas y barrancos que desembocan en el río Guadalope, es de interés reseñar para los amantes de los fósiles, como estuvo sumergida por mares y lagos poco profundos en los períodos Jurásico y Cretácico, de tal forma que pueden encontrase restos fosilizados de aquella fauna y flora marina incrustados en la roca, así como restos petrificados de grandes árboles e incluso de saurios.
Esta localidad turolense, declarada bien de interés cultural en 2004, está ubicada en una de las zonas más encantadoras y pintorescas de El Maestrazgo, atesora un interesante legado histórico, concretado en un conjunto de edificaciones religiosas, civiles y de arquitectura popular. Ubicada en un bello paraje de la vertiente sur de la Sierra de la Garrocha, Cuevas fue una de las villas que integraron la Encomienda de Castellote desde el siglo XII a cuyo término municipal pertenece en la actualidad. Su historia está unida por tanto al proceso repoblador que llevó a cabo el rey Alfonso II ayudado por las Ordenes Militares en la zona oriental de Teruel, creando un conjunto de asentamientos fortificados que favorecerían la reconquista del Reino de Valencia.
Pedro, con paso cansado, atravesó el núcleo urbano, y una vez fuera de la villa, tomó la pista forestal que se dirige a Ejulve, y que pasa por las ruinas del Convento de San Miguel, magnífico ejemplo del barroco tardío, que conserva aún decoraciones del tipo rococó.
“Mi vida actualmente puede considerarse una ruina, como las del Convento de San Miguel”- pensó-, pues aquella mañana había recibido una llamada de su médico de cabecera, buen amigo, que habiendo recibido el informe de un escáner, hecho hace quince días, y que le había solicitado por unas molestias digestivas de varios meses de duración, le solicitaba que volviera pronto a Zaragoza para revisión. Pedro había perdido en ese tiempo, unos siete quilos de peso, además de presentar escaso apetito.
Le instaba a que volviera para someterle a nuevas pruebas y posible tratamiento, teniéndole que hospitalizar para ello. A sus preguntas de qué había salido en el escáner, le había comentado que habían aparecido unas manchas en la región hepática sospechosas y que había que aclararlo con biopsias.
El mundo se le había caído entonces delante de sus ojos, pues sospechó que aquello podía ser el comienzo del fin, pero sobreponiéndose no quiso alterar su vida y por ello no quiso quedarse en Zaragoza, sino volver a visitar su pueblo natal, y de paso recordar viejos tiempos y estancias felices en aquel lugar.
Al doctor, le había comentado que tenía que arreglar unos asuntos en Cuevas, y que se pondría de viaje lo antes posible para Zaragoza. Por ello esta tarde era para el algo muy especial, pues tal vez podía ser el último paseo que realizara por su querida tierra.
Desde la muerte de su esposa las cosas no habían ido bien en su vida, le echaba mucho de menos, la soledad se le comía, había sufrido mucho con su muerte, cayendo en una depresión por la que estaba siendo también tratado. Por todo ello esta tarde era una tarde oscura en un día aciago. Su voluntad luchaba por sobreponerse a su desventura.
Pedro mientras caminaba, taciturno iba rumiando lo que aparentemente era un tenebroso destino. La campiña cómplice de su desgracia servía de marco imponderable a su desgracia. ¿Pero, a dónde caminaba sin aparente destino? ¿Dónde le llevaban sus pasos? Como aquellas ruinas del que fue un día esplendoroso Convento de San Miguel, se asemejaba su alma, pobre alma a la que se abría ahora tan cruel porvenir. Pedro iba dejando atrás los recuerdos de su vida como lo hacía el camino andado en aquella tarde de verano. El horizonte lejano le parecía cada vez más cercano a medida que avanzaba lento y pensando como la vida había pasado tan deprisa. Atrás quedaban sentimientos profundamente vividos en su existencia.
- Mi vida -se decía-, ha sido especialmente densa y cargada de emociones, pero no puedo decir que haya sido infeliz hasta que aquel cáncer se llevó a Ana. Y sin embargo ha sido tan efímera, o por lo menos me lo parece a mí.
Había sido un soplo profundamente vivido, algo así como cuando un extenso campo de hierba se va doblegando progresivamente al soplo del viento. Muy probablemente, lo que le esperaba al llegar a Zaragoza sería un diagnóstico de cáncer, como le sucedió a su esposa.
- Mi vida pende de un delgado hilo -se dijo-, cada vez más tenue por lo que me voy percatando.
Mientras el terreno de la pista forestal que estaba transitando, pronto iba a hacerse ascendente y más costoso, como lo estaba siendo para Pedro. Se sentía cansado, abatido, pero en su inercia de pensamientos quiso seguir adelante.
-Se dijo- ¿Qué me está sucediendo? ¿Cómo ha sido mi vida? Las ideas se agolpan en mi mente como torbellinos de nubes negras que oscurecen el horizonte de mis recuerdos. ¡La vida me ha pasado tan aprisa, y sin embargo ha sido tan intensa!-.
El camino se le ofrecía serpenteante, onduloso, abierto a sus recuerdos y a las experiencias de toda una vida.
- ¿Qué nos sucede? -se dijo-, cuando sabemos a ciencia cierta que tenemos caducidad temprana del carné de nuestra vida ¿Por qué, y solo entonces nos abrimos con nostalgia a nuestra intimidad más auténtica y escondida?
Las imágenes de sus hijos cuando eran pequeños le venían una y otra vez a su mente. Era de niños cuando mejor los recordaba, cuando se traslucía en sus sonrisas su inocencia, su cariño, sus expectativas abiertas, esperándolo todo y nada, de nuestro amor sin medida. La mirada de un niño es una puerta abierta al interior de su corazón, puro sin recovecos, solícito de cariño pero que también lo da, a través de las caricias de sus manecitas.
“El tiempo –pensó-, pasa inexorable, como un ventisco que hace zozobrar las junturas de las puertas y ventanas de nuestras almas. No hay que ofrecerle resistencia sino dejarnos llevar por él, aunque en ocasiones sintamos su frío rostro en nuestras mejillas, y otras su cálido aliento en nuestros labios. Ahora que al parecer la muerte me ronda, como lo hace a todo ser humano, a mí al parecer más cerca, siento mi existencia vacía. Los recuerdos felices de mi vida no acaban de llenar plenamente el sentido de mi existencia. ¿Por qué he nacido? ¿Para qué? ¿Por qué precisamente lo he hecho en esta bella localidad de Cuevas y no en otra? ¿Existirá algo después de aquí? Yo nunca he sido especialmente religioso, pero ahora me asaltan dudas de si existe lo que llaman Dios, y si existe, si me acogerá a mí, que no es que me haya acordado mucho de Él”.
La vida de Pedro, salvo su infancia y adolescencia había transcurrido fuera de Cuevas. Sus padres le enviaron a estudiar el bachillerato a Teruel, y posteriormente hizo la carrera de Derecho en Zaragoza. Residió en un Colegio Mayor. En la capital maña conoció a la que fue luego su mujer, una estudiante de Filosofía zaragozana. Su noviazgo fue largo, seis años y tres meses, hasta que decidieron más por costumbre tradicional de su mujer santificar la relación y casarse en aquella tarde de primavera. Tal vez influyó en ello el embarazo de su primer hijo, el primero de los tres que tuvieron.
- Mis hijos han sido buenos chicos -se dijo-, la mayor se casó felizmente, y los dos nietos que nos dio, fueron la alegría de mi mujer y la mía. Mis dos hijos, permanecen aún solteros, y creo sin compromiso por ahora, y eso que ambos superan los cuarenta, debe de ser algo habitual en estos tiempos que corren. Todos ellos no obstante están bien colocados y se ganan bien su vida, lo cual es un descanso para mí. Con los hijos, ya se sabe, se disfrutan de pequeños, de mayores no digo que no, pero ya supone una aventura diferente para cada cual. No obstante no me quejo de ellos, los quiero profundamente, y creo que ellos a su manera también. A mi mujer la adoraban.
Bueno Pedro -continuó diciéndose a sí mismo- ¿para qué tantas reflexiones? dicen, que al atardecer de la vida, nos van a examinar del amor. ¿Es que estás haciendo ahora un examen de lo que ha sido hasta hoy tu vida, revelándote tus propios secretos? ¿Pero realmente, he amado mucho en mi vida? ¿Y ha sido un amor sincero o por interés? ¿Me encuentro con las manos llenas o vacías?
Estas y otras preguntas se agolpaban en su mente -continuó diciéndose-, el amor a mi esposa creo ha sido sincero, ella ha sido la que me ha dado siempre fuerzas para seguir caminando, como lo estoy haciendo ahora por este sendero, su recuerdo me sigue dando las fuerzas que necesito.
El terreno iba haciéndose cada vez más ascendente, y aunque cansado Pedro decidió seguir adelante, un suave viento le ayudaba a ello, las copas de los árboles se mecían al compás que lo hacían sus recuerdos.
-Pensó-: “Con Ana, no me he sentido nunca solo, creo nos hemos querido los dos mucho, ella, siempre me ha animado y sostenido en mis frecuentes desánimos de persona taciturna e independiente. Como recuerdo de novios nuestros paseos por el Parque Grande y nuestros arrullos en la Rosaleda, aquellas tardadas otoñales de comienzo de curso. La conocí en la Facultad, ella estudiaba Filosofía y yo Derecho. Ella daba clases en un colegio, mientras yo comenzaba a ejercer mi profesión en un bufete de abogados”.
Pedro seguía caminando con paso cansado, melancólico, mientras el horizonte se iba abriendo ante sus ojos invitándole a seguir, abierto al tiempo y a la eternidad.
-Siguió pensando-: “Si estuviera Ana conmigo, las cosas posiblemente serían distintas, siguió diciéndose, tal vez no me encontraría en esta situación, porque cuando ella murió, algo dentro de mí murió también, el sufrimiento tarde o temprano acaba por pasarte factura”.
Pedro iba sintiendo el peso de sus recuerdos, mientras un reguero de finas lágrimas iba cayendo por sus mejillas, la humedad de sus ojos le obligaba a parpadear repetidamente. Su mirada sin embargo se mantenía fija clavada en el horizonte como tratando de escudriñar, de descubrir algo que diera una respuesta a sus interrogantes, pero no veía más que nublado. Se secó las lágrimas con el borde de su mano -mientras se preguntaba-. ¿Existirá algo después de esta vida o no?
Al pensar en ello sintió una gran angustia que le atenazaba. De pronto a su derecha oyó como un chasquido, como de una rama de un árbol quebrada. Miró instintivamente hacia el lugar del que procedía aquel sonido, restregándose aún sus humedecidos ojos, y acertó a ver un minúsculo pajarillo que al parecer había caído de un árbol. El animalito seguía piando lastimosamente. Agachándose lo cogió con sus manos y lo miró atentamente. El pajarillo no opuso ninguna resistencia, sino que permaneció inmóvil entre sus dedos. Pedro sintió su suave plumaje mientras lo acariciaba dulcemente. De repente un pensamiento pasó por su mente: “¿Por qué no abreviar su agonía?”.
Bastaría un apretón de sus manos para terminar con aquella frágil estructura, o por el contrario podía dejar que la naturaleza siguiera su curso -pero inmediatamente pensó-: “¿Quién era él para alterarla? ¿Qué derecho tenía a ejercer de verdugo de ninguna criatura, bajo pretexto de querer abreviar su presunto sufrimiento?”
Estos pensamientos penetraron afiladamente como saetas en lo más profundo de su ser. Podía si quería acabar con ese animalillo, ¿pero tenía algún derecho a hacerlo?
De súbito posiblemente por asociación anímica, por empatía, se sintió identificado con ese pequeño ser. Sintió que su propia vida se encontraba pendiente de un apretón de sus propias manos. Vaciló un instante, quiso hacerlo pero no pudo, sus manos se mantenían abiertas, implorantes al cielo. Como si hubiera habido una respuesta inmediata a su súplica inconsciente, la imagen, la esencia de su esposa le invadió totalmente, espiritualmente. Un amor sin medida embargó entonces todo su ser haciéndole sentir una felicidad sin límites, transportándole a un éxtasis maravilloso que le desorientó temporal y espacialmente, y que le hizo comprender sin esfuerzo mental alguno, que la muerte en sí no existe, que lo que llamamos muerte es un tránsito a una realidad distinta pero ya presente ahora en el corazón humano, la realización de un deseo de inmortalidad escondido en lo más íntimo de la persona, y que se realiza en esperanza colmada, en la existencia de un amor sin fronteras, un amor humano que trasciende la propia muerte, que se plenifica en el otro mundo, en otra dimensión de la realidad, donde ya no existen limitaciones, ni cortapisas a ese amor, a la realización plena de la felicidad humana.
No supo Pedro cuanto tiempo permaneció en tal estado de felicidad plena, aunque sus pasos le seguían llevando cada vez más adelante por el camino de su vida. La tarde iba cayendo, y el sol amenazaba pronto a esconderse. De repente, tomo conciencia de su entorno, vio que el pajarillo aún permanecía en sus manos abiertas, y aunque ya se encontraba inmóvil le pareció sentir un suave susurro, como un último piar del animal. Vio entonces claramente, que la llave de nuestra inmortalidad radica en el amor que somos capaces de dar a nuestros seres queridos, y por extensión solidaria a todas las criaturas humanas y no humanas. Cuando se experimenta un tal amor, desaparece el temor y el miedo. -Se dijo entonces-: He recibido graciosamente una experiencia de amor sin medida, infinito como el océano. Un amor así no lo he experimentado hasta ahora, nunca en mi vida con tal intensidad, podría decir que no es de este mundo, y sin embargo viene de mi propia esposa. ¿No será que existe un Amor como fuente, como causalidad de todo amor, y esa fuente de amor plena es la que da sentido a todos los auténticos amores que experimentamos a lo largo de la vida, a todo lo bello e inmensurable, un tal amor que es capaz de relativizar la propia muerte trascendiéndola?
-Tal vez -siguió diciéndose-, esa fuente de Amor Suprema podamos llamarla Dios-.
Pedro había ayudado a bien morir, dándole su ternura, a aquel pequeño ser; llegado el caso intuyó ciertamente que Alguien tendría que acompañarle tiernamente también en ese paso supremo, y lleno de confianza, agachándose, depositó cuidadosamente, ceremoniosamente el cuerpo inerte del pajarillo junto al borde del camino. Levantándose seguidamente, siguió pensando que no hay que violentar, ni resistir a lo que llamamos muerte; sino dejarse llevar sin resistencia, sin agonía, para comenzar a vivir el comienzo de otra realidad plena y vivificante. Su mujer había permanecido siempre viva en su corazón, pero ahora lo había descubierto plena y gozosamente.
Dejar que la vida transcurra, siga su curso, aceptando lo inevitable con paz, con confianza siempre esperanzada parece ser la mejor opción. Reconfortado con estas reflexiones, fruto de sentimientos intensamente vividos, reconciliado con sus viejas torturas, Pedro continuó caminando. Parecía más dinámico, se sentía con paz interior y dispuesto a encarar su problema de frente, sin tapujos, si la situación límite tuviera que llegar.
Al pasar cerca de la Masía de la Torre, Pedro giró a la derecha por la pista principal y siguió caminando. Una vez llegado a un gran altiplano, tomó el camino que se dirigía a las masías de Más y Ermita del Pilar, pero comprendió que la tarde iba ya cayendo y no podía ya demorar la vuelta. Una espléndida puesta de sol se mostraba solícita en el cielo abierto. La llanura se le ofrecía espléndida, el paisaje conservaba el calor de la tarde con una ligera bruma que contrastaba aún más
con el color rojizo oro del cielo.
Encandilado con la excepcional vista -se dijo así mismo-: ¡Qué bien se está aquí! Huele a campo abierto. Permanecería aquí siempre, pero pronto anochecerá y tengo ya que regresar-, y dando la vuelta retomó de nuevo el camino andado.
Cuando llegó a su casa, había ya oscurecido pero en su corazón se había abierto una luz que permanecería siempre encendida, un amor pleno de esperanza y de consuelo, porque la muerte es solo un tránsito, y tras ella nos aguardan los seres que más nos han querido y queremos. Lo había visto claro, sentido profundamente en el interior de su alma aquella tarde de verano, y un verso del Cantar de los Cantares vino a sus labios:
“Fuerte es el amor como la muerte”.
Con este consuelo, se durmió plácidamente, -mientras se dijo-: Mañana prepararé mis cosas y marcharé a Zaragoza, y que sea lo que Dios quiera.
Durante el sueño, Pedro, sintió otra vez viva la presencia de su esposa, notando el roce de un suave beso que se depositaba en sus mejillas.
Autor: Bernardo Ebrí Torné