Los avances de la Genética y el conocimiento del genoma humano, nos dice Nicolás Jouve, demuestran la incongruencia de sostener la existencia de diferencias en las primeras etapas de la vida de un ser humano. El “genoma individual”, la información genética de que depende el desarrollo, se constituye solo tras la fecundación, cuando se fusionan los prónucleos gaméticos para originar el núcleo del cigoto. A partir de ese momento el genoma formado se conserva de forma invariable en todas y cada una de las células del individuo. Con el paso del tiempo, el individuo humano alcanzará en su fase adulta varios billones de células, que se formarán a base de sucesivas divisiones celulares o mitosis, desde el cigoto, precedidas de una replicación exacta del genoma. De este modo, todas las células reciben una copia fiel de la información genética materializada en las moléculas del ADN de los 23 pares de cromosomas y los más de 25.000 pares de genes que se encuentran en el momento de la fusión de los núcleos gaméticos, masculino y femenino.
Se han descubierto genes reguladores que se activan pronto en el desarrollo embrionario, como el EGF4, que está específicamente activo en las células madre embrionarias y SOX-2 que funciona en interacción con el gen OCT-4 para estimular la actividad de genes estructurales, es decir genes que rigen la síntesis de las proteínas necesarias para la formación de los diferentes órganos (organogénesis) del ser humano en sus diferentes etapas. Y todo ello se encuentra “planificado” tras la fusión (fecundación) de los prónucleos femeninos y masculinos que originan el núcleo del cigoto. Son genes los citados que como otros muchos que se están descubriendo a la luz de los últimos descubrimientos genéticos, actúan o se silencian, aunque están presentes desde la fusión de los gametos, solo de acuerdo con estímulos procedentes del entorno celular y señales intra y extracelulares. Estos genes reguladores dictan cada paso de la organogénesis, y explican los “saltos morfológicos” increíbles por los que pasa un embrión hasta adquirir morfológicamente su forma humana. Pero su condición humana es igual antes de que adquiera una forma inequívoca humana que después de ello. Y no deja de ser sangrante que en las prácticas abortivas se eliminen tanto los embriones (seres humanos que ningún científico serio ya no niega como tal) como los fetos totalmente formados en sus órganos.
El desarrollo se rige en primer lugar por los genes propios del embrión, a los que se añaden una serie de “modificaciones epigenéticas”, que consisten en cambios heredables en la función génica que se producen sin un cambio en las secuencias del ADN, de tal forma que las células son capaces de detectar señales externas al genoma individual, que pueden determinar modificaciones del ADN, conducentes al silenciamiento o a la activación de determinados genes que a su vez condicionan la expresión de otros.
Hoy día no hay argumentos para discutir la condición de la vida humana con la misma intensidad en todas y cada una de sus etapas. No hay saltos cualitativos desde la fecundación hasta la muerte. Todo se desarrolla de una forma evolutiva, planificada. Es como un abanico que se va desplegando progresivamente, un abanico de vida en manos del que posee la vida.
No puede decirse, nos sigue diciendo Jouve, que en un momento tengamos una especie y más adelante otra diferente. Por mucho que se parezcan los embriones de una salamandra, el pollo o un hombre, en sus etapas iniciales de desarrollo, conforme avanza éste, se acentúan las diferencias hasta alcanzar la morfología propia de cada una de estas especies, de acuerdo con el plan de desarrollo dependiente de su genoma propio en el momento de la fecundación. Si el cigoto es humano, allí existe en esencia el individuo de la especie humana, único y singular, que se irá desarrollando de manera continua. La vida es única desde la fecundación. Si bien a lo primero, en nuestra especie como la de otros vertebrados, durante los primeros momentos del desarrollo se atraviesa un camino de variación morfogenética semejante a la de cualquier especie, a nadie se le ocurre cuestionar por ello que un embrión de salamandra o de pollo, deje de ser eso un embrión de salamandra y de pollo, y no un ser humano. La esencia es la esencia y la forma es accesoria Las tesis aristotélicas y del mismo Santo Tomás, a las que aluden los abortistas, quedan hoy sumamente superadas por la propia teoría de la evolución, en cuyo contexto no cabe pensar un cambio de especie a lo largo de la embriogénesis. Cambia la forma no el ser.
No existe ningún salto cualitativo desde la concepción hasta la muerte, pese a que se halla querido admitir por algunos, el hecho de considerar preembrión hasta los 21 días, a efectos de crear un sustrato biológico por el que sustentar un marco jurídico que sostenga la manipulación de embriones. Hoy día, esto desde el punto de vista científico no debe de admitirse. Otra cosa es que el legislador se ampare en ello desde una “moral funcional” de hechos consumados y de “requerimiento” de una sociedad, por otra parte no informada y a espaldas de la ciencia, manipulada, que elevan a escala y demanda social lo que en definitiva es prioridad e intereses de unos pocos.
Resulta obvio que si la ciencia ha demostrado hoy día que el ser humano es inmutable en su identidad genética a lo largo de su vida, del mismo modo ha de serlo en su esencia humana, y en consecuencia en su condición de persona. Por ello, en todas las fases de su desarrollo embrionario, fetal y adulto hasta la muerte, la vida humana tendría que ser considerada con el mismo grado de respeto y sujeta a los mismos derechos.
Para algunos bioéticos, los seres humanos adultos competentes, no los mentalmente retrasados, tienen una categoría moral intrínseca más elevada que los fetos o niños pequeños; existiendo por ello una aparente distancia entre lo que somos como personas y lo que somos como seres humanos. Esta forma de pensar, comenta Jouve, es la que ha inspirado una corriente de pensamiento posesivo y de derecho de la madre embarazada sobre el feto, o más recientemente, de los padres sobre los embriones producidos con sus gametos en una clínica de FIV (Fecundación in vitro) sea para asegurar descendencia biológica o para fecundar a un bebé “medicamento” que pueda solucionar el problema genético de un hermano enfermo. Visto así los embriones o los fetos no son sino una prolongación del cuerpo de la madre, de los que puede disponer hasta que tomen posesión de si mismos como entidades conscientes, o hasta que se les otorgue categorías de persona. Actuando de esta forma poco importa si para obtener el niño deseado se malogran muchos embriones, ya perdidos en la implantación o sobrantes, guardados posteriormente congelados en los bancos embrionarios, y cuyo destino poco importa a la sociedad, salvo su posible utilización para la investigación. Una vez más se demuestra que el “fin justifica los medios”. Nuestra sociedad va llegando poco a poco a una espiral progresiva de manipulación del ser humano, que pro “defensa de la vida” para unos pocos, justifica la muerte de muchos. Una cultura en definitiva antivida, que se está extendiendo desde el comienzo del ser humano hasta la admisión de la eutanasia activa. ¿A quienes en realidad les está interesando esta cultura antivida, que se escuda en un aparente bien común, pero que nos va llevando hacia un caos sin retorno? Bajo aparentes sentimentalismos, de determinados casos, no por ello carentes de nuestra comprensión y cariño, se nos manipula, se nos lleva hacia vías muertas, posiciones sin retorno. El hombre quiere confirmarse como señor de la vida y de la muerte, volviéndose de nuevo a retomar el viejo mito del Paraíso, cuando la serpiente tienta al hombre a comer del fruto prohibido a efectos de conocer el secreto del bien y del mal: ¡Ser como dioses, y por ello legitimar lo que está bien y lo que está mal!
En su grado extremo estas corrientes utilitaristas llegan a negar las innegables cualidades del ser humano, de tal manera que se rebaja la dignidad de la vida humana al situar al hombre como un ser más de la naturaleza, que no se debe de diferenciar de otros animales en sus derechos individuales. Además para estos utilitaristas, para ser considerado como persona, el ser humano, tiene que poseer autoconciencia, razón, autonomía y capacidad de sentir dolor y placer, cuyas propiedades no podrían ser atribuidas a seres humanos disminuidos psíquicos, en estado de coma, o inconscientes tras un accidente. Puede llegarse con estas ideas al disparate, ya que de hecho respaldan una cultura de muerte, de xenofobia y de nazismo. En ella, y con sus argumentos se respalda de igual forma, en “pro de la libertad” y de los “derechos” la destrucción de los embriones, el aborto y la eutanasia.
De este modo se cae en un relativismo moral y por dañina que sea para un individuo una determinada acción, queda esta justificada siempre que convenga para salvar unas circunstancias que se suponen imperiosas para un mayor número de personas. Ante esta situación se pregunta Jouve, ¿Hasta donde estamos dispuestos a llegar, si a alguien le dijeran que con un transplante multiorgánico de una persona sana se podrían salvar cinco personas enfermas? ¿Lo haría?; o si tras una prueba de una presunta vacuna que pudiera salvar la vida de miles de personas, se le aplicara a una persona sana poniéndola por ello en peligro de muerte ¿Lo haría? Una vez más se llega al relativismo utilitarista de que el fin justifica los medios, llegándose a aplicar esta “moral” relativista que no tiene barreras, a otros índoles de la vida en nuestras sociedades. Así el propio terror puede y de hecho lo consigue en ocasiones cambiar con los actos terroristas el pulso o el ritmo de sociedades democráticas.
Mucho antes de que se desarrollen los tejidos, entre ellos el nervioso en la época fetal, y antes de que los factores ambientales y educativos despierten la razón y modelen la personalidad del recién nacido; mucho antes, cada persona, cada ser humano, es el resultado del desarrollo físico y psíquico consecuencia de la constitución genética, presente ya en el embrión desde el estado de una célula.
Como afirma Zubiri, citado por Jouve, la personalidad es una cosa que se va configurando a lo largo de la vida por el aprendizaje y el acúmulo de experiencias consecuencia de la interacción entre el genotipo y el ambiente; pero la persona (personeidad como estructura personal) se da desde la concepción y se sustenta en la componente genética y sin ella no hay luego personalidad. Sin respeto a la vida humana desde el primer momento de la concepción, donde se sustentan todos los demás derechos de la persona, no hay ya ningún otro derecho porque todos ellos se amparan en el ser vivo no en la persona muerta. ¡Todos tienen derecho a la vida!, dice nuestra Constitución en su artículo quince. Por ello los legisladores tuvieron que hacer malabarismos legales, manteniendo el artículo 417 del código penal, pero inmediatamente establecieron uno nuevo (417 bis) en el que se despenalizaba el aborto en tres supuestos contemplados por la ley, y ahora con la introducción de la ley de plazos donde se despenaliza totalmente el aborto, a requerimiento de la mujer que desee abortar (derecho de la mujer) hemos llegado a un túnel aparentemente sin salida.
Queda únicamente su derogación si es declarada anticonstitucional. ¿Pero como no declarar anticonstitucional una ley que no solo despenaliza de hecho el aborto, sino que lo declara un derecho de la mujer? Creo humildemente que hemos perdido la brújula, que una cultura de muerte se ha aposentado en las conciencias de aquellos que por bastardos intereses han hecho posible esta aberración, este crimen horrendo.
Palabras clave: Aborto. Vida humana desde la concepción. Anticonstitucional. Crimen. Ley de plazos
Dr. Bernardo Ebrí Torné
Sunday, February 13, 2011
Saturday, February 5, 2011
Iglesia viva, Iglesia perseguida
MADRID, sábado, 5 de febrero de 2011 (ZENIT.org).-Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Juan del Río Martín, arzobispo castrense de España, con el título "Iglesia viva, Iglesia perseguida".
* * *
El pensamiento ilustrado siempre ha vaticinado el fin del cristianismo, ya que parte de un principio falso de que la religión, sea cual sea, es, por naturaleza irracional, además su lectura de la historia de la fe cristiana está llena de prejuicios. La posmodernidad es heredera de esas mismas tesis y ve a la Iglesia Católica como un enemigo a destruir, o al menos a desactivar o silenciar, porque es el gran colectivo global y organizado que se resiste el pensamiento único relativista y secularizador. De ahí, todo intento mediático de acallar su labor humanitaria, samaritana y docente en favor de la sociedad. A la vez, que se persiste en la leyenda negra de tiempos pasados y redimensiona los pecados, delitos y faltas de algunos de sus miembros.
Esta corriente ha calado en grandes sectores de la sociedad que piensa que al cristianismo le queda "tres telediarios" en Occidente. También algunos grupos de cristianos han sucumbido a esta mentalidad y se han convertido en "profetas de calamidades" que impregnan el tejido eclesial de un pesimismo contagioso que impide ver la santidad, la belleza y la bondad en el seno de "su propia madre", la Iglesia Católica. Pero como dice el refrán tan conocido: "no hay peor ciego que el que no quiere ver".
Lo cierto es que nuestra fe en Jesucristo, Hijo de Dios vivo, no contradice ninguna verdad racional, no exige al hombre la renuncia de todo aquello que lo hace verdaderamente hombre, para ser cristiano. No es aceptable la idea de que también el cristianismo es una religión fundamentalista, ya que la interpretación de la Biblia a luz la Tradición y del Magisterio de la Iglesia preserva a los cristianos de las excesivas sujeciones políticas nacionales -auténticos subjetivismos colectivos- como se da en otros credos (Cf. Benedicto XVI, Verbum Domini, 36-38).
Es más, la realidad moderna de la laicidad tiene su origen precisamente en el cristianismo, que desde sus inicios es una religión universal y no identificable con el Estado (cf. Lc 20,25). Para los cristianos ha sido siempre claro que la religión y la fe no están en la esfera política, sino en la realidad humana. El Papa en su Mensaje para la Jornada de la Paz de este año, así como en su discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, ha descrito como en la actualidad hay dos tendencias opuestas, dos extremos fundamentalistas y socialmente nocivos: el laicismo excluyente en el mundo occidental y los fanatismos islamistas e hindúes que quieren imponer su credo por la fuerza. Tanto en un caso como el otro, hay una carencia y falta de respeto por la libertad religiosa, poniendo en peligro la seguridad y la paz de los pueblos.
Mientras tanto la Iglesia Católica camina en medio del mundo entre "tribulaciones y consolaciones del Señor" (S. Agustín). Ella es "joven y tiene vida". Su acción benefactora hacia los más pobres y necesitados, nace del Evangelio que anuncia, celebra y vive. Ella no es una multinacional de servicios sociales, sino "maestra en humanidad", que ofrece y no impone la salvación integral del hombre. Su carta de presentación no es otra que el "amor a Dios y al prójimo" como Cristo nos enseñó. En esta síntesis está la clave de la felicidad personal y el motor de una sociedad más humana.
Por eso la Iglesia "no cesa de convocar hombres de toda raza y cultura... y abre a todos las puertas de la esperanza" (Plegaria eucarística V/d). ¿Creéis que si la Iglesia no estuviera viva se le iba a perseguir como está sucediendo en la actualidad? ¡Qué verdad es el axioma popular!: "A los muertos se les entierra, a los vivos se les combate". Por eso mismo, sólo el año pasado fueron asesinadas en el mundo 150.000 cristianos por animadversión religiosa. A ello hay que añadir 200 millones de cristianos perseguidos y otros 150 millones discriminados por sus convicciones. (Cf. Informe de libertad religiosa en el mundo 2010, Roma, P.C. Justicia y Paz).
Viene bien que nunca olvidemos aquella máxima de Tertuliano: "La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos" (Apologético 50,13).Por nuestra parte, oremos sin cesar por la Iglesia perseguida; crezcamos en vida interior para no devolver mal por mal; perseveremos en nuestra ayuda a los más pobres; estemos prestos al diálogo interreligioso y busquemos siempre lo que más nos une que aquello que nos separa (Cf. Juan XIII).
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El pensamiento ilustrado siempre ha vaticinado el fin del cristianismo, ya que parte de un principio falso de que la religión, sea cual sea, es, por naturaleza irracional, además su lectura de la historia de la fe cristiana está llena de prejuicios. La posmodernidad es heredera de esas mismas tesis y ve a la Iglesia Católica como un enemigo a destruir, o al menos a desactivar o silenciar, porque es el gran colectivo global y organizado que se resiste el pensamiento único relativista y secularizador. De ahí, todo intento mediático de acallar su labor humanitaria, samaritana y docente en favor de la sociedad. A la vez, que se persiste en la leyenda negra de tiempos pasados y redimensiona los pecados, delitos y faltas de algunos de sus miembros.
Esta corriente ha calado en grandes sectores de la sociedad que piensa que al cristianismo le queda "tres telediarios" en Occidente. También algunos grupos de cristianos han sucumbido a esta mentalidad y se han convertido en "profetas de calamidades" que impregnan el tejido eclesial de un pesimismo contagioso que impide ver la santidad, la belleza y la bondad en el seno de "su propia madre", la Iglesia Católica. Pero como dice el refrán tan conocido: "no hay peor ciego que el que no quiere ver".
Lo cierto es que nuestra fe en Jesucristo, Hijo de Dios vivo, no contradice ninguna verdad racional, no exige al hombre la renuncia de todo aquello que lo hace verdaderamente hombre, para ser cristiano. No es aceptable la idea de que también el cristianismo es una religión fundamentalista, ya que la interpretación de la Biblia a luz la Tradición y del Magisterio de la Iglesia preserva a los cristianos de las excesivas sujeciones políticas nacionales -auténticos subjetivismos colectivos- como se da en otros credos (Cf. Benedicto XVI, Verbum Domini, 36-38).
Es más, la realidad moderna de la laicidad tiene su origen precisamente en el cristianismo, que desde sus inicios es una religión universal y no identificable con el Estado (cf. Lc 20,25). Para los cristianos ha sido siempre claro que la religión y la fe no están en la esfera política, sino en la realidad humana. El Papa en su Mensaje para la Jornada de la Paz de este año, así como en su discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, ha descrito como en la actualidad hay dos tendencias opuestas, dos extremos fundamentalistas y socialmente nocivos: el laicismo excluyente en el mundo occidental y los fanatismos islamistas e hindúes que quieren imponer su credo por la fuerza. Tanto en un caso como el otro, hay una carencia y falta de respeto por la libertad religiosa, poniendo en peligro la seguridad y la paz de los pueblos.
Mientras tanto la Iglesia Católica camina en medio del mundo entre "tribulaciones y consolaciones del Señor" (S. Agustín). Ella es "joven y tiene vida". Su acción benefactora hacia los más pobres y necesitados, nace del Evangelio que anuncia, celebra y vive. Ella no es una multinacional de servicios sociales, sino "maestra en humanidad", que ofrece y no impone la salvación integral del hombre. Su carta de presentación no es otra que el "amor a Dios y al prójimo" como Cristo nos enseñó. En esta síntesis está la clave de la felicidad personal y el motor de una sociedad más humana.
Por eso la Iglesia "no cesa de convocar hombres de toda raza y cultura... y abre a todos las puertas de la esperanza" (Plegaria eucarística V/d). ¿Creéis que si la Iglesia no estuviera viva se le iba a perseguir como está sucediendo en la actualidad? ¡Qué verdad es el axioma popular!: "A los muertos se les entierra, a los vivos se les combate". Por eso mismo, sólo el año pasado fueron asesinadas en el mundo 150.000 cristianos por animadversión religiosa. A ello hay que añadir 200 millones de cristianos perseguidos y otros 150 millones discriminados por sus convicciones. (Cf. Informe de libertad religiosa en el mundo 2010, Roma, P.C. Justicia y Paz).
Viene bien que nunca olvidemos aquella máxima de Tertuliano: "La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos" (Apologético 50,13).Por nuestra parte, oremos sin cesar por la Iglesia perseguida; crezcamos en vida interior para no devolver mal por mal; perseveremos en nuestra ayuda a los más pobres; estemos prestos al diálogo interreligioso y busquemos siempre lo que más nos une que aquello que nos separa (Cf. Juan XIII).
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